viernes, 4 de abril de 2014

...a diafragma partido



La primera cámara que tuve fue una k1000, realicé miles de disparos con ella y los fallé casi todos, el desenfoque era la regla de mi vida, y la sobre y la subexposición eran los sinos de mi amarga vida. Fotografié con la culpa del tiempo inútil a cuanta alma complaciente estuviera a tiro pero sus imágenes esquivas y delgadas evitaban casi siempre el obturador de mi cámara.

Por aquellos años, escuchaba la fama de Arturo Sosa, de Miguel Reyes, Max Hernández, Evaristo López y muchos otros héroes y villanos que se escapan a mi memoria, no entendía la maldita luz, y no es que la entienda ahora, como fluye, como se corre entre los dedos, como se hunde en un remolino demente en el centro de los ojos. Lo que si sabia es que me maravillaban los santos malditos y benditos de Arturo y el egoísmo gráfico de Miguel con sus bodegones de pieles desnudas.

Después fue Marvin Martínez y esa serpiente volando sobre la cabeza y luego Fabricio Estrada con ese inventario de la ruina que yo jamás podría hacer.

Hace muchas tardes, en un café, hablaba maravillado de una fotografía de Arturo, las nubes se extendían como un velo mortuorio sobre la tierra y montañas aéreas sobresalían como islas  misteriosas donde Swiff podría encontrar enanos y tesoros piratas.

-Pero Arturo es un golpista- me replicaron ácremente, yo me di cuenta que aquel sagrado "Relámpago" me había indigestado la existencia, me paré y le dije: -puede ser, pero eran montañas que navegaban por el cielo y eso  lo hace mejor que vos, yo y tu puta madre juntos -.

Un día de un mes inexplicable, llegué a su estudio, estaba haciendo fotos con una 120, con maestría y soberbia la hacía sonar y yo sólo miraba culpable por desear algo así, era imposible para alguien cuyo pedigree puede localizarse entre los mecánicos del Patria Maratón, le pregunté que cámara me recomendaba para trabajar la fotografía, y en lugar de desanimarme, por piedad profesional, me atiborró de nombres misteriosos que sonaban como rusos.

-Maestro-, le digo cada vez que lo miro, pero jamás me ha enseñado nada, nunca me ha mostrado los misterios de la luz, ni las revelaciones de la ebriedad, siempre supe que enseñaba en un reino lejano y que no había forma de poseer sus secretos.

Es el amigo que más me ha mentido y al que más he esperado, sólo las matemáticas misteriosas de la coincidencia nos acercan por breves momentos, de todas formas tengo que agradecerle las dos cátedras magistrales que me dió, un rostro de una virgen bañado por una suave luz y unas montañas que cruzan un mar de nubes. Son mis fronteras de la imagen y todavía lucho a diafragma partido por superarlas.

Gracias Maestro.







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