domingo, 24 de mayo de 2015

Romero y la Santidad sin cafeína.


El Santo de hoy, definitivamente no se parece a Oscar; este, ya viene, descafeinado y listo para poblar los mass media y adornar las mesas y chineros de quienes conspiraron contra él.

Los mismos que hace 35 años aprobaban las portadas de los periódicos en donde lo mandaban a exorcizar, los mismos que quisieron callarlo con una casa llena de lujos, los mismos que lo acusaban de ser como una sandía:verde por fuera pero rojo por dentro; los mismos curas bajos y petisos que rogaban por un cáncer de próstata o la renuncia de su corazón, los mismos burócratas, tecnócratas, revolucos, atilas, ultraderechas católicos y romanos, los que planearon y cavilaron la Operación Piña, esos, sin uno menos y con muchos más, son los que celebran hoy un santo ya procesado, despojado de toda humanidad y elevado vía decreto a las alturas brumosas donde no llegan las oraciones y se desfiguran las mujeres y los hombres.


Sólo 17 días después de ser ordenado Arzobispo, Oscar Romero tuvo que enfrentar la realidad que ya días lo venía puyando, en esa hora amarga de Rutilio Grande, se dió cuenta que las bestias a las que se enfrentaban, tenían sin cuidado la teología y los cansinos regañones papales. -Quién toca a uno de mis sacerdotes, me toca a mi-, sentenció enfurecido, y desde ese día, firmó su divorcio con las damas calentonas con el pelo a lo Madona, que lo habían seleccionado para ser el padrino de sus hijos y su última visión antes de morir.

Se dio cuenta que el púlpito sonaba más que un parlante de regetonero y desde ese lugar habló tan claro y tan fuerte que para 1979, nadie, por no perderse sus sermones, iba al estadio los domingos por la mañana, ni católicos, ni comunistas, ni el ejército, ni los integrantes de los escuadrones de la muerte. De su boca desaparecieron las alegorías judeo-cristianas y estas fueron sustituidas por frases que acusaban de terroristas y violentos a las estructuras políticas y económicas del país

El 2 de febrero de 1980, en la Universidad de Lovaina, al recibir un Doctor Honoris Causa, pronunció un discurso que es considerado como la premonición de lo que ocurriría en aquel altar de La Divina Providencia de la Colonia Miramontes de San Salvador.

De aquel disparo  en la tarde de un lunes 24 de marzo, mucha agua ha corrido y los engranajes de la fábrica de santos que Wojtyla dirigiera y optimizara han sido calibrados para recibir la figura de Romero, todas sus aristas humanas, todas sus imperfecciones, su denodada humildad, todo ha sido procesado para ofrecer un santo a la altura de los chineros y las estampas, digno, callado y celestial, ideal hasta para salir de background en la foto de un candidato a la Presidencia, lo que me recuerda un genial humorista norteamericano, cuando en un show en el Kennedy Center, dijo que la obra de Cristo era tan colosal que tuvieron que crear una institución como la Iglesia, para destruirla.

Yo siempre lo veré en mi memoria como un coloso, un hombre que hacía lo que decía y decía lo que pensaba, un ser humano sin igual, una estrella lenta pero fugaz, una historia nuestra, sin la baba divina del santo, con sus propios y latinos leones, centuriones y emperadores romanos; una historia que no pudo parar ni Wojtyla, ni Trujillo, ni aquella notita que Ratzinger puso al margen de aquel voluminoso expediente donde se leía la palagra: Dilata.









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