viernes, 31 de enero de 2014

Osorto y los caminos que no conducen a Roma.



Más de 30 años han pasado desde que coincidimos en la Inmaculada Concepción, éramos dos rebeldes mozalbetes en una ciudad al otro lado de los puentes que ya nació con el olvido a cuestas. De todos los amigos que yo recuerde, casi el único que permanece en mi memoria, siempre ha sido él. Siempre ha sido un caballero y yo un rufián de cantina, era el primero entre las damas y el dulce truhán que siempre se llevó la chica más linda, tocaba guitarra y cantaba aquel poema de Miguel Hernández que musicalizó Serrat que enseña que la vida es una sumatoria de golpes en los que insertás de vez en cuando algún verso.

Era el único que tenía carro entre aquella juventud del IFIC y el camino que lo llevó hasta el lente de mi cámara ha sido el de actor; intenso y vital, Jorge ha profesado la profesión más terrible después de la de cargador de cruces profesional, aún así, se ha hecho un lugar en este oficio sin dios y sin patria que se llama cine nacional. Ningún mirnistro le ha dado ninguna medalla, ni diploma inútil, no hay biografía que abarquen su trabajo actoral en cine y teatro; en mi lista de homenajes personales urgentes lo he incluido para que cuando nos alcance la parca, que por cierto ya nos mira con interés, no descuide mis obligaciones habituales buscando palabras inútiles que se debieron decir antes y no después.

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